Ilustración tomada de la wikipedia, de la voz Carnaval. |
La vida es corta y siempre habrá platos
sucios, así que bailemos. -James Howe.
Votamos,
los que lo hicimos claro, un domingo de finales de diciembre, antes de las
fiestas de Navidad. Han pasado más de 120 días, una cuaresma, cuatro lunas. Ha
dado tiempo a ver pasar guerras y crisis internacionales. Un invierno suave y
una primavera fresca y remojada. Han debido nacer unos 140.000 niños es nuestro
país y muerto unos pocos de miles más. Se han ido a trabajar, estudiar o
buscarse la vida en el extranjero unos 200.000 jóvenes y no tan jóvenes.
Mientras tanto la agenda de los partidos políticos apenas ha estado orientada, quitando
protocolos y escenas de sofá, a descubrir los males de la patria y ponerles
remedio. Empezamos con una comedia de enredos sobre quien se presentaba a la
moción de investidura y acabamos con unos fuegos artificiales versión mascletá.
Todo
tiene su explicación. Los votos no son más inteligentes que las personas que
los emiten y si de uno en uno tienen su justificación, todos juntos en la caja
de las papeletas no significan nada. No tienen un sentido. Cuando oigo hablar
que la gente ha votado con tal o cual designio y que los partidos no lo saben
interpretar me muero de la risa. La única interpretación es el resultado que
permitan obtener a los partidos en clave de poder parlamentario o gubernamental.
No por casualidad vivimos en un sistema representativo. Los ciudadanos
proyectan a través del voto sus propios dramas ideológicos o políticos. Dudan,
son leales o promiscuos, se divierten o sufren. Muchos incluso no votan por
puro aburrimiento o desidia. Los politólogos, especie de creciente prosperidad,
dirán que los votos reflejan la lucha entre distintas concepciones o el estado
de ánimo de una sociedad, sus prejuicios o sus manías. Descartada la
orientación y la disciplina censitaria o de clases la sociedad se fractura en
interpretaciones o visiones de la política. En este magma algunos políticos se
mueven con facilidad. Les ha sido concedido la capacidad de saber oír a las muchedumbres
o eso se imaginan los demás. Son esos políticos carismáticos que interpretan el
signo de los tiempos y saben traducir en lenguaje popular los deseos o las
frustraciones de las masas. Entienden los mecanismos de la confrontación y el
antagonismo social y extraen los discursos capaces de movilizar a millones de
personas. Los que no conocen ese lenguaje sustentan sus discursos en la
interpretación de encuestas o en lo que les dictan desde los verdaderos
gobiernos en la sombra, el mundo de las poderosas finanzas, las corporaciones,
los sindicatos, estos cada vez menos, etc. Tienen por otra parte la obligación
de sostener sus propias estructuras, las organizaciones partidarias o los
grupos técnicos de los que luego se sirven para ejecutar sus proyectos o para
gobernar. Tienen la obligación de situarse en los escenarios internacionales y
conocer su sitio en el mundo. No es fácil la tarea de la política. Carreras
largas, devociones y lealtades, enredos, traiciones y juegos de tronos. Hay que
ser duro. Hay que saber bailar en medio del fuego enemigo.
Hoy, en
un tiempo en el que está de moda creer que el poder político está fragmentado,
dividido, escondido entre los recovecos de tantos otros poderes- militares,
industriales, tecnológicos, culturales…-la confrontación social, el ejercicio
de la política como juego de intereses contrapuestos, deja de tener sentido.
Todos los partidos afirman responder al interés común y, efectivamente, así
debería ser. Cada uno con sus matices y apuestas todos afirman que quieren un
estado de derecho, que apuestan por la libertad, que quieren mantener el estado
de bienestar moderno, que quieren entenderse con sus vecinos y ansían la paz.
Apenas tenemos los ciudadanos mejores herramientas de control para escudriñar la
verdad que ideologías viejunas, informaciones controladas por los grandes medios
y sistemas de representación y vinculación con el poder político que unos
partidos impermeables a la crítica, controlados por unas burocracias de hierro
o, más modernamente, capacitados para controlar los mecanismos de las redes
sociales o los grandes medios de comunicación de masas. Nos convertimos, en el
mejor de los casos, en espectadores de la vida política y seguidores autómatas
de los partidos. El miedo al futuro se instala entre nosotros y con ello la
insatisfacción con la forma de vida políticas en las que habitamos.
De ahí
la búsqueda de nuevos significados. Unos llaman populismo a lo que no es más
que la exploración de nuevas respuestas a los nuevos problemas. Cada uno con el
caudal de inteligencia y conocimientos propios nos interrogamos sobre el
futuro. Con nuestra mochila de miedos particular. Nuestras pensiones, el
trabajo de nuestros hijos, la sanidad pública, la educación, la seguridad. En
la jerarquía que otorguemos a cada problema. Ya no nos sirven categorías que creíamos
bien asentadas. Buscamos nuevos referentes. Y solo encontramos a viejos o
nuevos partidos bailando ritmos particulares. Con métodos de gestión caducos.
Con liderazgos viejos. Con poses llenas de artificio orientadas a llamar la
atención de unos medios instalados en el espectáculo. Con ello solo sirven a
aquellos que quieren hundir el prestigio de la política entendida como diálogo
en la confrontación.
Por ese
canal penetran los enemigos de la democracia. Los partidarios de los discursos
duros, del hombre providencial.
Nos
hace falta pueblo. Tenemos que seguir bailando.
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