Juan XXIII murió pocos meses después de la apertura del Concilio Vaticano. Esa muerte junto con la de Kennedy fue para mi, entonces, casí un niño, uno de los primeros impactos emotivos de mi vida. |
Justo hoy hace cincuenta años se inauguraba en la basílica
de San Pedro de Roma el II Concilio Vaticano bajo la presidencia del
carismático papa Juan XXIII. Decía Juan XXIII en su discurso de apertura cosas
como esta: “los príncipes de este mundo se ofrecían a veces con toda sinceridad
a la Iglesia. Pero esto sucedía muchas veces con daños y perjuicios
espirituales, pues a menudo se dejaban llevar por motivos políticos y buscaban
en exceso sus propios intereses”. Ese era el hilo conductor del Concilio. Como
rescatar a la Iglesia, a sus instituciones, de la alianza tejida durante tantos
siglos entre los poderes civiles y los religiosos, la alianza del trono y del
altar.
Aquel propósito implicaba, además, dejar atrás el dogmatismo
y encontrar los caminos de acercamiento al pueblo, a sus hijos mas abandonados, a los
pobres. Una revolución para una Iglesia que durante las décadas anteriores no
había sido precisamente un ejemplo de comportamiento cristiano.
Mi amigo Josep Cornellà i Canals ha escrito un artículo en
el que rememora aquel acontecimiento histórico y sobre todo la personalidad de
Juan XXIII. Como estoy tan cercano por edad y sensibilidad a su evocación le he
pedido permiso para reproducirlo en el blog.
A LOS CINCUENTA AÑOS DEL CONCILIO
Jueves 11 de octubre de 1962. Llovía a cántaros cuando salíamos de la
escuela. Era el presagio de las graves inundaciones de aquella noche del Pilar.
Mientras, las campanas de la catedral no paraban de repicar: en Roma empezaba
un Concilio. Con doce años, sabíamos poco de aquel acontecimiento. Hoy,
cincuenta años después de aquel día, también jueves, quiero evocar algunas
pinceladas en forma de pensamientos y sentimientos relativos a un hecho que
marcaría profundamente mi vida de creyente. Lejos de una aproximación teológica
o de un análisis histórico, quiero aportar más una experiencia personal vivida
y revivida lo largo de esta cincuentena.
¿Quien convocaba el concilio? El papa Juan XXIII había cautivado mi
atención de preadolescente. Tras la anquilosada figura de Pío XII, llegaba un
papa rechoncho, con un lenguaje que se hacía entender. Era un papa diferente.
Era el Papa de la sencillez y de los gestos de proximidad. Con los años, he
entendido que Roncalli fue un hombre de fidelidad extrema al Evangelio que
predicaba. ¡Se lo creía! Y lo vivía con profundidad. Dicen que había hecho suya
una frase "Dios lo es todo, yo no soy nada" y que la repetía a
menudo. Y esta frase, lejos de anihilar-lo, le espoleaba a hacer aquello que
entendía como voluntad de Dios por encima de formalismos y tradiciones. Él se
sintió un instrumento en manos de la Providencia para acercar la iglesia,
curvada por tantos años de inmovilismo, a sus raíces. No era fácil. Pero tenía
el coraje de la fe.
Abrir las ventanas, ventilar el polvo. Fue una de las primeras
expresiones de Juan XXIII al convocar el concilio. La comparación era muy
casera: durante muchos siglos, decía el Papa, se ha ido depositando mucho polvo
sobre el Evangelio, y el polvo dificulta su lectura. Había que abrir bien las
ventanas sin miedo, era necesario que entrara el viento de fuera y ventilara
todo aquel polvo. Había que encontrar de nuevo la sencillez del Evangelio.
Había que prescindir de todo aquello que era superfluo. Los fieles tendrían
acceso directo a la biblia. Y, sin miedo, se aplicarían las ciencias de la
exégesis histórica sobre los textos sagrados para dar una respuesta a la
interpretación. Nada se puede comprender si no se sitúa dentro del contexto en
que fue escrito ni se conocen los objetivos que tenía el autor en redactarlo.
No había nada que temer si se tenía confianza. No había que tener miedo al
iniciar un diálogo entre la iglesia y el mundo si sabíamos de donde partíamos.
No se podía tener miedo.
Contra los profetas de calamidades. Juan XXIII advirtió seriamente de
los peligros que suponen los profetas de calamidades, aquellos que, desde el
más reciente pasado hasta el presente, sólo saben ver inconvenientes y errores;
aquellos que no anuncian más que desgracias como si estuviera ya a punto de
llegar la destrucción del mundo. Este mensaje gana actualidad hoy, cuando,
inmersos en una grave crisis que, más allá de la economía es también crisis de
valores, surgen tantos profetas de calamidades que infunden miedos sin
fundamentos a la población. No hace demasiados días, la conferencia episcopal
española advertía sobre una retahíla de calamidades, muy lejos de aquel
espíritu de confianza que tenía el Papa Juan en las palabras de Jesús cuando
dijo que no nos abandonaría nunca.
Los signos de los tiempos. Es una de las grana aportaciones de Juan
XXIII. Durante muchos años se había creído que, desde la muerte del último de
los apóstoles, Dios ya no dirigía la palabra a la humanidad. Pero Juan XXIII
apuesta por una revelación que sigue vigente: Dios sigue manifestándose a
través de los signos del tiempo. De hecho, no es ningún invento: la advertencia
sobre que hay que prestar atención a los signos del tiempo ya se encuentra en
el mismo evangelio, cuando Jesús critica a los de su tiempo que, sabiendo como
saben predecir si lloverá o si hará calor, no son capaces de entender su
mensaje liberador. Sin embargo, seguimos sin entender los signos del tiempo. Y
así nos va.
Aggiornamento. Fue un neologismo que adquirió carta de identidad. Había
que ponerse al día. Había que dejar las viejas estructuras y actualizar el
mensaje. Había que tener en cuenta que el mundo va a una velocidad y que la
iglesia debe estar a la altura de las circunstancias para poder dar testimonio
de su mensaje valioso. Si no, todo queda devaluado.
Y después... Juan XXIII murió al cabo de ocho meses de inaugurar el
concilio. Su espíritu juvenil se ha ido diluyendo y perdiendo. El Concilio
queda como un recuerdo histórico, pero no como un estilo de vida. La tradición
vuelve tener primacía sobre el frescor del Evangelio, se han vuelto a cerrar
ventanas, y vuelven los miedos. Proliferan los profetas de calamidades que,
dentro de la iglesia, velan para no perder poder, y hay miopía para ver los
signos de los tiempos de un mundo que pide una palabra de paz y de amor, de
justicia y de esperanza, y de compromiso firme. Lejos del aggiornamento, siguen
las ceremonias anacrónicas, y vuelven los ornamentos y el latín.... Como decía
el malogrado cardenal Martini, doscientos años separan la realidad de la
iglesia de la realidad del mundo. Pero agradezco, desde el fondo del corazón,
haber vivido aquellos años de esperanzas y de utopías. Agradezco que, pese a la
actual involución, el espíritu de aquel 11 de octubre, todavía me da fuerza
para intentar seguir la utopía del Evangelio. ¡Gracias, querido Papa Juan XXIII
por haber sido un profeta de buena voluntad!
Josep Cornellà i Canals
Doctor en Medicina
No hay comentarios:
Publicar un comentario