Si uno tuviera tendencia a tomar
como verdad revelada los pensamientos y las concepciones que mas coinciden con
sus propias creencias o deseos terminaría por vivir en el mundo de Yupi.
En estos momentos, por ejemplo,
uno pensaría que estamos a punto de entrar en un proceso constituyente debido a
la presión irresistible de un pueblo luchador que llena las calles de las
ciudades gritando a favor de cambios transformadores radicales. Incluso las
voces y los ecos que hablan de “autogestión generalizada” le sonarían como
música celestial. Los ingleses tienen una expresión para definir el síndrome de
confundir los deseos con realidades: wishful thinking, literalmente pensamiento
ilusorio, que define muy bien la situación en la que las emociones mandan sobre
la razón.
En condiciones normales es fácil
sustraerse a esa confusión, tenemos tiempo y tranquilidad para resolver los
problemas. En situaciones de crisis como las que vivimos tenemos tendencia a
ilusionarnos o a inventarnos estrategias fantasiosas, aunque solo sea para huir
de la espantosa realidad que nos atenaza o para evitar caer en la depresión y
el abandono. Es preferible tomar impulso y utilizar el famoso procedimiento del barón Münchhausen
de tirarse de los pelos uno mismo para elevarse sobre las aguas y arenas movedizas
del pantano.
Algo de eso creo que nos pasa a
muchos de nosotros. Ilusionados por ver la llegada al campo de la lucha
política de colectivos muy numerosos-la generación del 15M principalmente- y
que aportan una enorme frescura y una nueva visión de las cosas, caemos en la
tentación de creer que estamos a punto de asistir a uno de esos raros periodos
de la historia antesala de las revoluciones o de cambios transformadores. Como
además los tiempos coinciden con un deterioro tan visible de las instituciones
que nos gobiernan, nos inclinamos a sumar a la necesidad virtud y establecemos
una mirada sobre la realidad cegada por la ilusión y el encantamiento. En el
fondo de nuestro cerebro hay una señal de alerta que nos avisa sobre la
dificultad del empeño pero incluso con ese despertador puesto nos negamos a
ejercer de aguafiestas y nos apuntamos al guateque de la revolución pendiente.
Algunos hasta el delirio si fuese necesario.
¿Cómo no va a ser posible el
cambio si es necesario? ¿Cómo puede la sociedad renunciar a salvarse? Esas
preguntas ingenuas nos conducen al mismo escenario. Decimos que lo ilusorio es
no cambiar, que el peor de los escenarios es quedarse quietos y asistir a
nuestro funeral. Este es el mayor de los engaños. Confundir el instinto de
supervivencia de la especie con el propio de las sociedades. Sin entender que a
veces las sociedades pugnan por su propia desaparición como mejor receta para
conjurar las grandes crisis. Y que la suma de los intereses privados, la
acumulación de demandas de todo tipo tiende a colapsar los sistemas, incapaces
de acomodarse a nuevas formas de interés común basadas en la emergencia, la
justicia y la supervivencia social. Y de ese colapso nacen convulsiones
sociales y políticas que nos hacen retroceder en materia de libertades y caer
en tentaciones populistas.
En resumen y para no seguir con
estas disquisiciones de pensador de tercera. Creo que a despecho de lo que nos
dicta el corazón, no vivimos en medio de una situación prerrevolucionaria. Al
contrario, son tiempos de fragmentación, de sálvese quien pueda. Y la política
en estos tiempos exige más que nunca tino y tranquilidad. Necesitamos
estrategias y partidos políticos capaces de visualizar un proyecto
transformador asumible por el conjunto social. Y un clima de debate honesto, de
libertad de discurso. Pero sobre todo trazar argumentos comunes, proyectos que
abran un tiempo nuevo en el que quepan las inmensas mayorías.
En España vivimos un momento
fundacional de esas características, muy parecido al de nuestra transición. Y,
desgraciadamente, nos falta un relato de aquellos años que huya de las dos
teorías más difundidas y asumidas por las historiografías dominantes sobre ese
periodo de nuestra historia. Que se separe de los que ven la transición como un
modelo altamente exitoso lleno de inteligencia y diseño cuando no fue así como
pasaron las cosas, pues la chapuza, el cálculo y la improvisación fueron a
veces los motores del cambio. O que etiquete a la transición como la gran
traición al pueblo, como la venta de un pueblo luchador al que se manipuló. Ni
una cosa ni la otra.
Hoy estamos viviendo episodios
que nos retrotraen a aquellos años. Unas instituciones económicas,
empresariales, políticas y de gobierno al borde del desmayo, bunkerizadas e
incapaces de acomodarse a los cambios. Unas demandas populares de naturaleza
social, política y territorial imposibles de ser satisfechas al mismo tiempo.
Una calle en ebullición. Y una mayoría social enormemente insatisfecha,
asustada y desvertebrada. Unos pocos pugnando para que nada cambie, otros pocos
para que todo se transforme. Y muchos asistiendo al espectáculo con ansiedad,
desconfianza y tremendo desengaño, cuando no sumándose a aventuras populistas o
propuestas de huir de la quema con salidas particularistas.
En aquellos años hubo que crear
nuevas estructuras de representación, desarrollar proyectos de país. Y esa es
la diferencia con los años actuales. Aquí no vemos la emergencia de fuerzas que
vayan articulando un discurso razonable y apuestas de transformación. No vemos
el diálogo de las fuerzas políticas entre si. No vemos una derecha reformista
en tensión con capacidad de renovarse. No vemos una izquierda modernizadora y
reformista. El PSOE parece arrastrar los pies, con cansancio de fuerza
acomodada. Los continuadores del PCE o del PSUC están divididos en fracciones o
anulados en su conexión directa con el pueblo. Los sindicatos entonces
emergentes, llenos de vigor hoy padecen de la enfermedad senil típica de las
organizaciones jerarquizadas. La otra izquierda, la izquierda juvenil radicalizada
de aquellos años es posiblemente hoy algo mejor que la de entonces. Está más
enraizada en los nuevos movimientos populares. Pero no tiene espacios propios
de debate, ni dispone de la fuerza organizativa necesaria para tener presencia
en la sociedad.
Termino este rollo patatero. Creo
que tenemos mucho trabajo, que la política es nuestra salida y que tenemos que arar con los bueyes- que nadie me malinterprete- de nuestra propia finca. Se trata de
llevar al ánimo de nuestra clase política la demanda de que se muevan. Que
superen esa dinámica antipolítica que hoy les mantiene acogotados. Que abran
las puertas de las instituciones. Que se mezclen con el pueblo. Todo antes que
asistir al triste espectáculo de estos días. De un Congreso asustado,
encerrado. Y con los guardias de la porra como su mejor defensa. Que tristeza.
1 comentario:
Una cosa es lo que necesitamos y otra de lo que podemos disponer ...
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