En estos tiempos de espanto y de litigios, de desafueros y enemistades, conviene trazar una raya en el suelo y quedarse del lado amable de la vida. Recuperar nuestros mejores recuerdos y los amores infantiles. Laura Fernández Rodríguez, sevillana nacida en Madrid, me ha facilitado un texto literario que cumple con ese propósito de dar sentido, buen sentido, a nuestra mejor historia. Alguien dijo que la patria es nuestra infancia. Recuperaremos esa patria. Ella la encuentra cada vez que regresa al pueblo de su familia. Un pequeño pueblo de las tierras castellanas. Si quieren seguir a Laura y sus dos criaturas en la red no duden en pasarse por su blog Piel Adentro. Allí encontraran alivio y compañía.
CASA
Sólo
el viento... Rugiendo, soplando, mugiendo al fondo de esta primavera huidiza. La
lluvia azota las paredes desiertas y el eco de un gallo se cuela furtivo entre
el silencio de los muros que me contienen.
Pelada,
la higuera expone su desnudez al aire gélido de la mañana. Pero a ella no le da
miedo el frío. Se abre generosa, extendiendo sus ramas hacia el cielo, como
queriendo acariciarlo, como intentando rozar quién sabe qué colores. Colores
que aún no han sido invitados a la fiesta de la primavera, tímidos y apagados tras
este cielo blanquecino.
Y
ya está... sólo eso. Todo en nada... Silencio de pasados, de pinos que se
expanden creando altura allá al fondo de la tierra. La tierra. Esta tierra. Mi
tierra...
A
las tejas no les molesta la lluvia, ni el olvido, ni este frío cortante de esta
llanura implacable. Reposan ordenadas y tranquilas, fieles protectoras de unos
tejados que hace tiempo se rindieron a la solidez.
Las
grietas... venas abiertas en la cal por donde se cuela un aroma de adobe viejo
que reconforta el recuerdo. A través de ellas se desliza invisible la médula de
esta casa que sobrevive, serena, a pesar de la lluvia y la distancia.
El
polvo, las telarañas, los trozos de otras vidas abandonadas al tiempo... Todo,
cada rincón de esta casa me devuelve la esencia de las cosas y del viento. Esa
esencia silenciosa, etérea, mínima. Cada hierro oxidado, cada madera carcomida,
cada loseta agrietada, cada pared agujereada... todo reposa sereno, como si
nada, habitando un presente eterno que se extiende inmenso desde el comienzo de
la historia. Todo convive con todo en una suerte de silencioso pacto de
presencias. Todo se apoya en todo: el hierro en el pesebre, la piña huérfana en
la piedra, la cuerda verde en la persiana a medio subir... Todo es y ya, sin
más. Tal cual. Esencial. Esencia.
Casa.
Bendita casa. En ella siempre encuentro el abrazo cálido que necesito cuando el
mundo, allá afuera, se llena de un ruido frío que me taladra la alegría.
Mimada, acariciada, protegida por estas viejas paredes llenas de huellas de
gentes que un día fueron, aquí, así. Siento bajo mis pies la sólida base de
otros brazos que se elevan para sostenerme en mi eje, recordándome de dónde
vengo, regalándome el secreto vínculo de la tierra y de la sangre.
Casa
desde la que ser y ya; en la que respirar los ecos de otras vidas que no son
más que el reflejo de lo que soy. Aquí, en esta casa, me vuelvo casa, madera,
puerta, ventana, esquina... sin importar ya si estoy rota o carcomida o
gastada... porque aquí lo viejo vale porque es y ya. No hay juicios... sólo
sombras de cosas que estuvieron vivas en otro tiempo y que hoy descansan recordándome
la belleza de todo lo que existe, de todo lo que soy... con mis sombras, con
mis grietas, con mis rincones polvorientos y oscuros. Detenida, siembro un silencio
agradecido en cada rincón de esta casa.
Casa
que me sostiene, que me abriga, que me acuna... que me recuerda que soy tierra,
que soy viento, que soy horizonte inmenso allá a lo lejos; que soy adobe antiguo
aquí cerca, donde la sangre se encuentra con la tierra... fluyendo a borbotones,
a carcajadas, llena de colores... más allá de este momento único, más allá de
este presente eterno.
Laura
Fernández Rodríguez
SAN ESTEBAN DE ZAPARDIEL. 7 de abril de 2012
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