Foto de la colección de luis@ngel en Flickr con licencia CC
Vaya por delante, y no como cláusula de estilo, mi sentimiento de solidaridad y de dolor compartido con el pueblo japonés. De alguna forma su dolor es el nuestro pues me temo que en Japón se haya cerrado el ciclo de la ignominia nuclear que tuvo su comienzo en Hiroshima y Nagasaki y su final, su mas terrible final, en los reactores nucleares de Fukushima.
Hasta no hace mas de doce horas los jerarcas de la industria nuclear trataban de felicitarse a si mismos con la teoría de que los acontecimientos de la central del noreste de las islas japonesas eran la demostración de que en las peores y mas adversas situaciones podíamos mantener la confianza en los sistemas de seguridad nucleares. Supuestos expertos del MIT avalaban esas especulaciones y garantizaban que según fuesen pasando las horas los parámetros de seguridad irían incluso mejorando. A las pocas horas hasta el emperador del Japón ha tenido que salir a antena con el gori gori típico de los grandes acontecimientos fúnebres.
El caso es que por el momento todo anticipa que asistiremos desde nuestras cómodas butacas al mas grande acontecimiento nuclear de la historia. Sea cual sea el resultado, los poderosos señores del átomo tendrán que buscarse un destierro digno lejano a los mares del Pacífico.
Y los pobres japoneses no tendrán mas remedio que hacer de tripas corazón y seguir contribuyendo sumisa y humildemente a la extensión de las carreras de tanto antropólogo de guardia que por tierra, mar y aire difunden por el mundo teorías alucinadas y alucinatorias sobre el origen del carácter japonés. Tendremos que tragar con horas y horas de palique en torno al mundo de los samuráis, del gambarimasu, del bushido y de los 47 ronin. Y sobre todo nos enteraremos del porqué los japoneses no lloran al tiempo que los estamos viendo llorar por las esquinas desconsoladamente a través de la televisión- y mas que veremos desgraciadamente.
Hace muchos años que me leí el libro de Ruth Benedict titulado “El crisantemo y la espada”. Resulta que la inteligencia militar norteamericana pidió a la antropóloga un informe sobre la ancestral cultura japonesa y esta señora se despachó con un opúsculo de cierta calidad literaria sobre la materia. La cuestión es que nuestra amiga de japonés no sabía escribir ni leer la O de Osaka con un canuto. Que ni siquiera había estado nunca en el imperio del sol naciente y que sus fuentes fueron japoneses residentes, algunos hasta prisioneros en Estados Unidos, y que según las malas lenguas todavía se están riendo de la cantidad de trolas que le colaron a la profesora.
Me temo que hoy estamos en las mismas. Los japoneses son igual de sumisos que los españoles, que los tunecinos y que los marroquíes. Es decir mucho. Desgraciadamente. Pero desde luego no son mas tontos, mas bien menos, que cualquiera de nosotros y sabrán sacar cumplida consecuencia de lo que allí están viviendo.
Nosotros en vez de fijarnos tanto en las señas de identidad niponas mejor haríamos interrogándonos sobre el futuro de nuestra civilización. Pues la solución solo consiste en cambiar el mundo. No tiene nada que ver con el mix energético ni con la independencia de recursos. Tiene que ver con nuestra forma de vida y con el modelo de sociedad que deseamos para nuestros hijos y para nosotros mismos. No es una tarea a treinta años vista. Me temo que las circunstancias nos obligarán a tomar medidas de urgencia en mucho menor tiempo de lo que pensamos. Pero bueno, eso es otro debate. Cosas que uno decía poco mas de hace tres años puede que se hayan quedado viejas irremisiblemente.
Por lo que a mí me toca solo me queda ofrecer un refugio en mi casa donde alojar a uno o dos japoneses mientras dure la situación de crisis. Aquí tendrán cama y comida asegurada. Solo les pido que me dispensen de corresponder a todas sus gentilezas posturales y demás reverencias. Tengo las dorsales y las cervicales muy dañadas. Yo a cambio les prometo no preguntarles sobre su cultura ancestral. De corazón.
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