27 de abril de 2016

Danzad, danzad, malditos

Ilustración tomada de la wikipedia, de la voz Carnaval.



La vida es corta y siempre habrá platos sucios, así que bailemos. -James Howe.

Votamos, los que lo hicimos claro, un domingo de finales de diciembre, antes de las fiestas de Navidad. Han pasado más de 120 días, una cuaresma, cuatro lunas. Ha dado tiempo a ver pasar guerras y crisis internacionales. Un invierno suave y una primavera fresca y remojada. Han debido nacer unos 140.000 niños es nuestro país y muerto unos pocos de miles más. Se han ido a trabajar, estudiar o buscarse la vida en el extranjero unos 200.000 jóvenes y no tan jóvenes. Mientras tanto la agenda de los partidos políticos apenas ha estado orientada, quitando protocolos y escenas de sofá, a descubrir los males de la patria y ponerles remedio. Empezamos con una comedia de enredos sobre quien se presentaba a la moción de investidura y acabamos con unos fuegos artificiales versión mascletá.

Todo tiene su explicación. Los votos no son más inteligentes que las personas que los emiten y si de uno en uno tienen su justificación, todos juntos en la caja de las papeletas no significan nada. No tienen un sentido. Cuando oigo hablar que la gente ha votado con tal o cual designio y que los partidos no lo saben interpretar me muero de la risa. La única interpretación es el resultado que permitan obtener a los partidos en clave de poder parlamentario o gubernamental. No por casualidad vivimos en un sistema representativo. Los ciudadanos proyectan a través del voto sus propios dramas ideológicos o políticos. Dudan, son leales o promiscuos, se divierten o sufren. Muchos incluso no votan por puro aburrimiento o desidia. Los politólogos, especie de creciente prosperidad, dirán que los votos reflejan la lucha entre distintas concepciones o el estado de ánimo de una sociedad, sus prejuicios o sus manías. Descartada la orientación y la disciplina censitaria o de clases la sociedad se fractura en interpretaciones o visiones de la política. En este magma algunos políticos se mueven con facilidad. Les ha sido concedido la capacidad de saber oír a las muchedumbres o eso se imaginan los demás. Son esos políticos carismáticos que interpretan el signo de los tiempos y saben traducir en lenguaje popular los deseos o las frustraciones de las masas. Entienden los mecanismos de la confrontación y el antagonismo social y extraen los discursos capaces de movilizar a millones de personas. Los que no conocen ese lenguaje sustentan sus discursos en la interpretación de encuestas o en lo que les dictan desde los verdaderos gobiernos en la sombra, el mundo de las poderosas finanzas, las corporaciones, los sindicatos, estos cada vez menos, etc. Tienen por otra parte la obligación de sostener sus propias estructuras, las organizaciones partidarias o los grupos técnicos de los que luego se sirven para ejecutar sus proyectos o para gobernar. Tienen la obligación de situarse en los escenarios internacionales y conocer su sitio en el mundo. No es fácil la tarea de la política. Carreras largas, devociones y lealtades, enredos, traiciones y juegos de tronos. Hay que ser duro. Hay que saber bailar en medio del fuego enemigo.

Hoy, en un tiempo en el que está de moda creer que el poder político está fragmentado, dividido, escondido entre los recovecos de tantos otros poderes- militares, industriales, tecnológicos, culturales…-la confrontación social, el ejercicio de la política como juego de intereses contrapuestos, deja de tener sentido. Todos los partidos afirman responder al interés común y, efectivamente, así debería ser. Cada uno con sus matices y apuestas todos afirman que quieren un estado de derecho, que apuestan por la libertad, que quieren mantener el estado de bienestar moderno, que quieren entenderse con sus vecinos y ansían la paz. Apenas tenemos los ciudadanos mejores herramientas de control para escudriñar la verdad que ideologías viejunas, informaciones controladas por los grandes medios y sistemas de representación y vinculación con el poder político que unos partidos impermeables a la crítica, controlados por unas burocracias de hierro o, más modernamente, capacitados para controlar los mecanismos de las redes sociales o los grandes medios de comunicación de masas. Nos convertimos, en el mejor de los casos, en espectadores de la vida política y seguidores autómatas de los partidos. El miedo al futuro se instala entre nosotros y con ello la insatisfacción con la forma de vida políticas en las que habitamos.

De ahí la búsqueda de nuevos significados. Unos llaman populismo a lo que no es más que la exploración de nuevas respuestas a los nuevos problemas. Cada uno con el caudal de inteligencia y conocimientos propios nos interrogamos sobre el futuro. Con nuestra mochila de miedos particular. Nuestras pensiones, el trabajo de nuestros hijos, la sanidad pública, la educación, la seguridad. En la jerarquía que otorguemos a cada problema. Ya no nos sirven categorías que creíamos bien asentadas. Buscamos nuevos referentes. Y solo encontramos a viejos o nuevos partidos bailando ritmos particulares. Con métodos de gestión caducos. Con liderazgos viejos. Con poses llenas de artificio orientadas a llamar la atención de unos medios instalados en el espectáculo. Con ello solo sirven a aquellos que quieren hundir el prestigio de la política entendida como diálogo en la confrontación.

Por ese canal penetran los enemigos de la democracia. Los partidarios de los discursos duros, del hombre providencial.

Nos hace falta pueblo. Tenemos que seguir bailando.
 
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