Retrato de mujer en Buenos Aires. Foto de la colección Museo Don Aurelio en Flickr. Ninguna relación con la historia del relato que sigue. |
De la abuela se hablaba poco. No se hablaba nada de ella en
realidad. Solo cuando mi madre pasaba temporadas en mi casa de Pasajes empecé a
enterarme de algunos detalles. Por supuesto que sabíamos que se marchó a Buenos
Aires y que dejó a mamá y a otros dos hermanos de ella en casa de sus abuelos. Pero poco más. Nunca se quejó mi madre del abandono. Eran cosas que pasaban en
aquellos años.
Historias terribles pero habituales. En las aldeas de O
Valadouro quien más quien menos había perdido un hijo o una hija, cuando no un
marido o un padre, en la aventura de la emigración a América.
Mamá recordaba con cierta amargura que las únicas cosas que
su madre le mandaba de América eran trajecitos usados. Y eso que era costurera.
Puede que cobrasen en la aduana por la ropa nueva y no se lo pudiese permitir.
Eso decía ella: “era ropa vieja para no pagar gastos de aduana” “pero estaba
bien limpia y recosida”. Ni dinero, ni libros, ni siquiera una postal para el
día del cumpleaños. Trabajaba cosiendo para casas particulares y por lo que
sabemos debió de perder mucha vista con el tiempo, pues al cabo de pocos años
ya ni siquiera era capaz de escribir con su propia letra. Era un primo de la
abuela quien lo hacía por ella. Con los hijos de ese primo, por cierto,
seguimos escribiéndonos de tarde en tarde.
Sabemos que la abuela tuvo más hijos en aquel exilio. Tres,
cuatro. Vaya usted a saber. Nunca supo de ellos mi madre ni nadie de la familia.
Puede que fuesen de padres diferentes. Igual que mi madre y sus hermanos, los
que quedaron en España. Ni ellos mismos sabían si eran hermanos de padre. Los
abuelos puede que supieran algo de ello pero nunca señalaron a nadie. Parece
que durante unos años a casa de mis bisabuelos llegaban ciertos regalos de
parte de un mozo de una aldea vecina. Pollos, harina, matanza. Nunca dinero.
Quien fuese aquel hombre ni mi madre lo supo nunca.
Mi madre se casó muy joven en el pueblo y enseguida nos tuvo
a nosotros. Creo que su pasión por formar una familia venía de aquellos años de
infancia abandonada. Eran los años de la república. Vino la guerra y mi padre desapareció
en el frente. Nos quedamos otra vez solos. Sin un hombre en casa se hizo
imposible sobrevivir en la aldea. Teníamos casa, la de los bisabuelos, huerta y
recogíamos hasta dos cosechas de patatas por año. Pero eramos muchos a comer
todos los días y en el valle apenas había otros trabajos. Fue entonces cuando
el abuelo de mi madré murió. No tuve una infancia fácil, diría que ni siquiera
feliz, pero no me voy a quejar ahora. Aquellos años me hicieron fuerte y
aprendí que nada es gratis en este mundo.
Tuvimos que marchar a Lugo pocos años después. Mi madre a servir.
Mis dos hermanos mayores entraron a trabajar en un pazo. Ella como pinche en la
cocina. Él como paje o mozo de cuadras. A mí me pusieron en casa de unos
carboneros. Allí aprendí el oficio del comercio y a trabajar por un cuarto
donde dormir y un plato de comida. Alguna vez te pagaban una especie de sueldo.
Mas como limosna que como salario. Una o dos veces al año te dejaban marchar al
pueblo a ver a la bisabuela y a los tios. Mi madre servía en casa de un médico
y procuraba llevar el control de nuestras vidas. Cuando podía nos reunía para
comer con ella. La familia del médico la tenía un enorme aprecio pues de alguna
forma mi madre era el alma de aquella casa amén de cocinera, doncella, niñera y
lo que se terciaba. No les importaba vernos en la cocina tomando un café las
tardes de domingo. Dentro de lo que cabe fuimos una familia afortunada. Mi
madre siempre se interesó por nuestra formación y por nuestro futuro. Estoy
hablando de los primeros años 40 y los primeros 50 cuando en España la vida no
era fácil para nadie.
Mis dos hermanos marcharon antes que yo al País Vasco y
desde allí me encontraron un trabajo en una industria conservera cercana a
Pasajes. Con 20 años pude tener mi primera habitación para mí solo. Vivía en
casa de una patrona cerca de la fábrica. Viuda de marinero, con hijos pequeños.
Entonces los gallegos éramos muy bien recibidos en aquellas tierras. Faltaban
brazos en las fábricas.
Me casé con una mujer vasca. Recia, dura como el pedernal.
Pero trabajadora como ella sola. No hemos tenido hijos. Mi vida ha sido el
trabajo. El trabajo y mi casa. Salir al monte a caminar. Nadar en las playas
por el verano. Montar en bici. Nunca he sido un hombre de cuadrilla. El carácter
del gallego ya sabe usted como es. Somos tristes. No damos confianza. Ahora, ya
jubilado y con una enfermedad de los nervios que no me deja parar quieto echo
en falta tener amigos. La partida de la tarde. Comentar los partidos en el bar.
Tenemos los hermanos repartido el tiempo de estar presentes
en casa de mi madre para cuidarla. La compramos una casa por Barreiros y
tenemos a una mujer colombiana, buena mujer, cuidándola. Pero siempre alguno de
los hermanos estamos presentes. A mí no me importa venir largar temporadas a
estar con ella. Está ciega perdida y apenas puede andar pero de cabeza está fenomenal.
Como no puede ver la tele y la radio no la gusta su afición
preferida es hablar y hablar y hablar. Nunca fue habladora pero ahora de vieja
se está desquitando. Va a cumplir los cien años y recuerda casi todo lo que
esta vida le ha deparado.
A veces se pregunta qué hubiera pasado si su madre no la
hubiera abandonado. Yo la digo: “madre, hubiera usted muerto pobre y joven en
la aldea”. ¿Quién lo sabe?.
2 comentarios:
Preciosa narración. Llena de mensaje. Gracias.
Gracias a ti José Mª.
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