Hace 30 años de las primeras elecciones democráticas en España. Las televisiones y los periódicos programan informativos especiales. Los políticos y los periodistas rememoran aquellas jornadas. Sobre la transición se han ido construyendo dos teorías antagónicas. La versión dulce que nos habla de unos políticos capaces de acordar y de una sociedad vigorosa que empujaba hacia la libertad animosamente. La otra versión, la cínica, que nos cuenta una transición cicatera dirigida por una clase política a la busca de su propio y particular espacio en el marco de una sociedad pacata y asustadiza.
Creo que las cosas fueron produciéndose de por si. Una fracción del régimen dirigida por Juan Carlos consideró necesaria la transformación del sistema y una oposición débil políticamente pero socialmente influyente consiguieron crear una fórmula de éxito en la que todo el mundo quedase contento. Seguramente unos hubieran querido limitar el alcance de los cambios y otros haber conseguido transformaciones mas vistosas. Los propios resultados de las elecciones de 15 de Junio de 1977 fueron el mejor motor para consolidar la precariedad del proceso que hasta ese momento no dejó de ser una simple reforma administrativa del viejo régimen. Hubo pocos damnificados, si es que hubo alguno. A ningún funcionario ni jerifalte del franquismo se le tocó un pelo. Incluso muchos de ellos se instalaron con comodidad en la nueva situación. De repente todo el mundo era demócrata. Los demócratas de toda la vida asistían al parto de la democracia con la satisfacción del deber cumplido y con un cierto regusto de que las cosas salían de una manera no prevista y poco vistosa. Pero era igual, el caso es que por primera vez el pueblo español podía expresarse en libertad. Por supuesto que en ambos lados hubo sus mas y sus menos. Algunos consideraron que la traición a las esencias del viejo régimen era un error y se quedaron al margen de la evolución futura de la política. Ese error primigenio sigue impidiendo que la extrema derecha sociológica española tenga una expresión política propia como en otros países de Europa. Por la izquierda también se produjeron disensiones inmediatamente. Algunos no soportaron la imposición de los símbolos franquistas o vieron en los cambios una simple continuidad del viejo régimen. Fueron los primeros desencantados. Algunos convirtieron el desencanto en un error estratégico como ETA, que desgraciadamente siguen operando como si en España, y en el País Vasco, no hubiera pasado nada.
La mayoría de la gente entendió que aquello era lo mejor posible y se apuntó a la función con mayor o menor entusiasmo. Los panegiristas de la transición les llamaron los protagonistas del cambio. Pero en realidad los protagonistas fueron los políticos. Los nuevos políticos. Aquellos que enseguida aprendieron las técnicas electorales mas modernas. Aquellos que supieron crear nuevas estructuras, las Comunidades Autónomas por ejemplo, que dieron acomodo a toda una generación de profesionales de la política que de otra forma no hubieran aparecido. España necesitaba una nueva generación de dirigentes sociales para afrontar los cambios necesarios. La transición fue un éxito en ese sentido. Hasta hoy, en la que parece que esa obra transformadora ha llegado al límite de su elasticidad. La diferencia era que entonces parecía existir una opinión generalizada a favor del cambio. Nadie estaba satisfecho con la situación. Hoy creo que nos falta ese estimulo. Nuestros políticos están instalados en el mejor de los mundos y no se ve una generación de profesionales interesados en incorporarse al mundo de la vida social y política para introducir cambios. Nuestra sociedad no cree que la política merezca una atención especial. Y no tenemos un Franco a punto de morirse.
Creo que las cosas fueron produciéndose de por si. Una fracción del régimen dirigida por Juan Carlos consideró necesaria la transformación del sistema y una oposición débil políticamente pero socialmente influyente consiguieron crear una fórmula de éxito en la que todo el mundo quedase contento. Seguramente unos hubieran querido limitar el alcance de los cambios y otros haber conseguido transformaciones mas vistosas. Los propios resultados de las elecciones de 15 de Junio de 1977 fueron el mejor motor para consolidar la precariedad del proceso que hasta ese momento no dejó de ser una simple reforma administrativa del viejo régimen. Hubo pocos damnificados, si es que hubo alguno. A ningún funcionario ni jerifalte del franquismo se le tocó un pelo. Incluso muchos de ellos se instalaron con comodidad en la nueva situación. De repente todo el mundo era demócrata. Los demócratas de toda la vida asistían al parto de la democracia con la satisfacción del deber cumplido y con un cierto regusto de que las cosas salían de una manera no prevista y poco vistosa. Pero era igual, el caso es que por primera vez el pueblo español podía expresarse en libertad. Por supuesto que en ambos lados hubo sus mas y sus menos. Algunos consideraron que la traición a las esencias del viejo régimen era un error y se quedaron al margen de la evolución futura de la política. Ese error primigenio sigue impidiendo que la extrema derecha sociológica española tenga una expresión política propia como en otros países de Europa. Por la izquierda también se produjeron disensiones inmediatamente. Algunos no soportaron la imposición de los símbolos franquistas o vieron en los cambios una simple continuidad del viejo régimen. Fueron los primeros desencantados. Algunos convirtieron el desencanto en un error estratégico como ETA, que desgraciadamente siguen operando como si en España, y en el País Vasco, no hubiera pasado nada.
La mayoría de la gente entendió que aquello era lo mejor posible y se apuntó a la función con mayor o menor entusiasmo. Los panegiristas de la transición les llamaron los protagonistas del cambio. Pero en realidad los protagonistas fueron los políticos. Los nuevos políticos. Aquellos que enseguida aprendieron las técnicas electorales mas modernas. Aquellos que supieron crear nuevas estructuras, las Comunidades Autónomas por ejemplo, que dieron acomodo a toda una generación de profesionales de la política que de otra forma no hubieran aparecido. España necesitaba una nueva generación de dirigentes sociales para afrontar los cambios necesarios. La transición fue un éxito en ese sentido. Hasta hoy, en la que parece que esa obra transformadora ha llegado al límite de su elasticidad. La diferencia era que entonces parecía existir una opinión generalizada a favor del cambio. Nadie estaba satisfecho con la situación. Hoy creo que nos falta ese estimulo. Nuestros políticos están instalados en el mejor de los mundos y no se ve una generación de profesionales interesados en incorporarse al mundo de la vida social y política para introducir cambios. Nuestra sociedad no cree que la política merezca una atención especial. Y no tenemos un Franco a punto de morirse.
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