La Puerta del Sol de Madrid, esta tarde. |
Acabo de volver de la Puerta del Sol donde estaba convocada una de las muchas concentraciones políticas que se han convocado hay en España. Mucha gente, bullicio, ambiente tranquilo. Por mucho que algunos hayan querido ver en la jornada de hoy, abdicación de Juan Carlos, una especie de reedición del 14 de abril de 1931, hay que decir que nada de eso.
Aquello fueron otras
circunstancias políticas e históricas. Juan Carlos, por mucho que su reputación
haya caído espectacularmente en los últimos años, no es un personaje odiado por
la mayoría del pueblo, como si lo fue su abuelo Alfonso. En aquellos momentos
las fuerzas dinásticas estaban profundamente divididas y exhaustas y existía
una oposición concertada desde los famosos pactos de San Sebastián.
Hoy las fuerzas
que amparan el sistema, si bien han sufrido un castigo electoral tremendo,
tienen la capacidad de sumar esfuerzos para seguir consolidando las bases del
acuerdo constitucional del 77. Y la oposición, tanto la estatal como la
independentista o autonomista está fragmentada y no tiene la fuerza, todavía,
para inclinar la balanza del cambio a su favor. Otras comparaciones como la de
traer al recuerdo los años del enfrentamiento entre el régimen franquista
agonizante y la oposición clandestina democrática tampoco tiene mucho sentido.
Sea lo que sea lo que nos depare el próximo futuro creo que
hay que insertar el relevo real en un contexto de cambio generacional que bien podría
contribuir, de desarrollarse debidamente, al inicio de un proceso de cambios
políticos. Que esos cambios impliquen la llegada de un régimen republicano, que es lo que
reclamaban los manifestantes de esta tarde, está por ver. Creo que existe un
deseo profundo de reforma de las instituciones por parte de la mayoría del
pueblo pero que difícilmente ese movimiento va a crecer o mejorar bajo el
pabellón republicano, antes al contrario eso puede suponer el retraimiento de
amplios sectores populares menos combativos o más acomodaticios. Demos tiempo
al tiempo.
No creo en la capacidad taumatúrgica de nadie, menos de un
príncipe mas discreto que aventurero y tímido que audaz. Entre otras cosas
nuestro sistema político otorga relativo valor a la acción monárquica. Otra
cosa es que el que será rey con el nombre de Felipe VI pueda operar dentro del
estamento político como un elemento de conciliación y de invitación al cambio.
Seguro que ese papel está dentro del espíritu del relevo que hoy se anuncia.
Hace cosa de un año me dio por idear una especie de
argumento de novela de política ficción en el cual el príncipe y el rey
lanzaban una especie de plan B para la reforma política de España que hubiera
llegado al extremo de permitir un referéndum monarquía-república. Según iba
trabajando en ese empeño mis escasas facultades como narrador me llevaron a
dejarlo aparcado. Hoy voy a rescatar, pidiendo perdón por ello, el primer
capítulo de aquella novela inacabada que llevaba por título el mismo que este
post: El Príncipe y la República. En días posteriores puede que publique más
capítulos de esa aventura.
CAPÍTULO UNO
UNA
LARGA CONVERSACIÓN EN EL SALÓN DE INVIERNO
Las
frases que mas le impresionaron de todas las que pronunció el profesor fueron
las referidas a la juventud de su padre. La conversación facilitada por un
sencillo almuerzo y una buena botella de vino de Cangas, sacada de la bodega en
honor del invitado, se celebraba en un caserón cercano a Villanueva de los
Oscos. El profesor le contó la historia de su abuelo materno. De como compró
aquella propiedad en los años anteriores a la República para poder dar una
salida razonable a la enorme biblioteca legada por su padre. Le enseñó alguno
de los tesoros de familia. Las ediciones originales de libros de Jovellanos. La
primera de La Regenta con sus dos tomos encuadernados y aquella ilustración
medio juglaresca de sus portadas. El príncipe había llegado a media mañana con
dos acompañantes a los que se invitó a marchar por la comarca y volver a media
tarde.
Nunca
nadie le había contado la dureza de la vida de su padre en el Madrid de los 50
y de los 60. La dificultad de encontrar confidentes con los que poder conversar
en plena libertad de la situación de España y de su futuro. La imposibilidad de
burlar el férreo control de los libros, periódicos, revistas que le llegaban
del extranjero. De la cantidad de noes pronunciados por sus cancerberos para
poder entrevistarse con éste o con aquel. Pero sobre todo le impresionó el
comentario del profesor sobre lo que la calle decía de futuro monarca. Juan
Carlos el Breve, le llamaban. Pensaban muchos, y bien avisados entre ellos, que
era algo corto de entendederas y poco amigo del estudio y de los libros.
La
historia que le habían contado al príncipe era distinta. El sacrificio del
abuelo por enviar a España a su hijo y heredero por el bien de la institución
monárquica y para que pudiese compartir vivencias con la sociedad española ya
que él no podía hacerlo. Conocía el lugar en el que se había formado su padre,
la finca de Las Jarillas, camino de Colmenar. Allí había tenido ocasión de
compartir, contaba Felipe, tardes de fiesta, cumpleaños y bodas de amigos.
Conocía sus salones llenos de cabezas disecadas de trofeos de caza y las grandes cornamentas de los ciervos alfa.
La serenidad de los jardines y el bullicio del bosque, el confort y el silencio
de las habitaciones que daban al este, el rumor de la fuente del patio de atrás.
Pero esa atmósfera apenas podía reflejar mínimamente el frio glacial con el que
su padre era recibido en los salones cortesanos del franquismo. Quitando el
calor de sus pocos amigos y compañeros de la época, seleccionados entre lo
mejor de la burguesía del régimen por otra parte y entre los que no podía
sentirse seguro con plenitud, la vida de su padre debió parecerse a un exilio
dentro de otro exilio. Terrible etapa que los recuerdos del profesor rescataban
para él joven príncipe.
Su
padre no hablaba casi nunca de aquella época y sí lo hacía era para rescatar
anécdotas poco significativas de problemas o malestar. Siempre admirará a su
padre por ese temple le dice al profesor. Si él mismo reconoce la escasez de su
formación sobre ese periodo de la historia de España es capaz de imaginarse lo
que tuvo que ser la vida de su padre en aquellas condiciones. Por lo menos el
príncipe tuvo acceso desde adolescente a los grandes pensadores del siglo XX
español. Duda, incluso, que su padre tuviese la posibilidad de leer al mismo
Ortega. Pero siente que le falta algo. Que le han educado en creencias y en
imágenes descoloridas de aquella etapa de la vida de la familia. A su madre
tampoco le gustaba mucho comentar sobre aquellos años. El caso es que el
Príncipe nota que en su formación sentimental tiene lagunas que le dificultan
entender debidamente el periodo franquista. Ha leído todo lo que se puede leer
sobre la guerra civil. Desde las versiones mas centristas de los historiadores
británicos y americanos hasta las mas cercanas al sentimiento republicano o
franquista. Pregunta allá donde puede sobre las vidas personales de la gente de
edad. Habla con gratitud de ciertos alcaldes de pueblo de Asturias o de
Andalucía que le han narrado con sencillez casos verdaderamente espeluznantes
de aquel conflicto. Es lo suficientemente sagaz como para saber que en este
caso su desconocimiento es común al de la sociedad española pero le preocupa en
la medida que eso le cierra otras puertas de la memoria colectiva. Que él no
puede quedarse en la trastienda del comentario intrascendente. Que necesitaría
entender más de ese periodo y construirse su propia memoria, su particular
forma de entendimiento.
Confía
tanto en el profesor que en un momento le confiesa “me casé con el pueblo para
conocer la historia que nunca me habían contado y comprobé con espanto que el
pueblo tampoco sabía mucho más”. El profesor le dice que no se sienta estafado
por ello. Que así son las cosas y que a la fuente del saber siempre se llega
después de una larga marcha.
Son
muchas las reuniones, en teoría dedicadas al análisis de la vida universitaria
de España, que el profesor y el príncipe van a dedicar a conocer las fuentes
historiográficas del periodo a partir de esa reunión iniciática celebrada en la
tierra nativa del primer Marqués de Sargadelos. El príncipe está obsesionado
con el tema y son tantas las preguntas que lanza que el profesor se verá
obligado, con la conformidad del primero, a incorporar al diálogo a
determinadas personas de su plena confianza. Así es como empieza a crearse un núcleo
de colaboradores que se ganan poco a poco la confianza del heredero. A lo largo
de los meses, y a pesar del cuidado puesto en la forma de reunirse, siempre
aprovechando viajes y otras circunstancias a modo de tapadera, ese grupo
levantará las sospechas del entorno del príncipe y serán sometidos a
investigación por algunos departamentos de la inteligencia. Los informes que
llegan al Rey sobre el famoso grupo, que algunos llaman despectivamente “los
consejeros de guardia”, no provocan en el monarca el mas mínimo comentario. Él
tiene información de lo que ocurre día a día a través de la mejor fuente de
todas: su propio hijo. Si la gente supiera…
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